Ha muerto un papa de enorme exposición pública y de clara toma de posición a favor de los más débiles, que los argentinos muchas veces leímos desde nuestra mezquina política local. Si hubiera que buscar una característica que englobe todas las expresiones públicas del Francisco esa sería la parresía. Es un término de origen griego que significa “decirlo todo” y se traduce por hablar con franqueza. Hablar con libertad y con valentía incluso en situaciones que pueden generar riesgo para el enunciador, porque implican desafiar el punto de vista de los poderosos o un sentir común confortable.
Francisco presentó la parresía como un don del Espíritu. Poseía una atractiva retórica que se reflejaba en frases que quedaron en la memoria, ya fuera que se plasmaran en sus escritos: “Los santos de la puerta de al lado”; o en expresiones espontáneas ante los periodistas: “cómo me gustaría una Iglesia pobre para los pobres”. Pero su discurso nunca era sofístico o edulcorado.
Más predicador que escritor, como muestran sus preciosas homilías pensadas para ser leídas o los rasgos de oralidad que abundan en sus cuatro encíclicas y siete exhortaciones apostólicas. Dos de esos textos son hilo conductor de todo su pontificado. La exhortación apostólica Evangelii Gaudium presenta la idea de una “Iglesia en salida”, que supere la autorreferencialidad. Que llegue a “las periferias existenciales”, mostrando la misericordia de Dios a “todos, todos, todos”. La homilía de comienzo de su pontificado gira en torno del cuidado de la creación, de la gente, de la familia, de los amigos. La ternura, dijo ese 19 de marzo de 2013, “no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor”. Contracultural en un momento en el que el discurso político asocia coraje con agresividad y ridiculiza la cordialidad.
El periodista británico Austen Ivereigh, principal biógrafo y comentarista del papa, dijo en una conferencia en Buenos Aires que una nota característica de Francisco, en su opinión, era la valentía, la superación del temor. Habló con ocasión y sin ella de todos los temas en los que se sentía obligado a levantar la voz contra “la cultura del descarte”: todas las formas de pobreza y explotación, la guerra, la inmigración, la emergencia ambiental, y, con igual énfasis, el aborto o la eutanasia. Hablaba tanto contra la discriminación de los miembros de la comunidad LGTB, para disgusto de los conservadores, como contra la colonización de la ideología de género, para disgusto de los progresistas.
Le escuché decir al obispo Gustavo Carrara en la presentación de un libro sobre Francisco, que Bergoglio solía regalar evangelios con la premisa: “leélo y vas a ver cómo te complica la vida” y propuso a continuación: “lean y escuchen al papa Francisco y van a ver cómo les complica la vida”. Su discurso quería ser performativo, al estilo del Evangelio, provocar un mayor compromiso hacia los demás. Hoy los políticos buscan ser auténticos valiéndose de la comunicación digital. Francisco era auténtico, decía lo que pensaba, tenía sus opiniones con las que se podía no acordar, se equivocaba y enmendaba (como hizo en el caso de las denuncias por abusos del clero en Chile).
Algunos católicos conservadores se molestaban con sus dichos, por considerarlos ambiguos desde el punto de la pureza doctrinal o, más generalmente, por contrariar sus propias opiniones en materia opinable. Incurrieron en una lectura ideológica de Francisco, filtro desde el cual su discurso resulta incomprensible. En cualquier caso, si se hubiesen preguntado por qué esas palabras les incomodaban, tal vez pudieran haber fomentado un proceso de conversión personal del corazón. Creo que ese fue todo el propósito de su misericordiosa palabra.
Profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral, Investigador del Conicet
Ha muerto un papa de enorme exposición pública y de clara toma de posición a favor de los más débiles, que los argentinos muchas veces leímos desde nuestra mezquina política local. Si hubiera que buscar una característica que englobe todas las expresiones públicas del Francisco esa sería la parresía. Es un término de origen griego que significa “decirlo todo” y se traduce por hablar con franqueza. Hablar con libertad y con valentía incluso en situaciones que pueden generar riesgo para el enunciador, porque implican desafiar el punto de vista de los poderosos o un sentir común confortable.Francisco presentó la parresía como un don del Espíritu. Poseía una atractiva retórica que se reflejaba en frases que quedaron en la memoria, ya fuera que se plasmaran en sus escritos: “Los santos de la puerta de al lado”; o en expresiones espontáneas ante los periodistas: “cómo me gustaría una Iglesia pobre para los pobres”. Pero su discurso nunca era sofístico o edulcorado.Más predicador que escritor, como muestran sus preciosas homilías pensadas para ser leídas o los rasgos de oralidad que abundan en sus cuatro encíclicas y siete exhortaciones apostólicas. Dos de esos textos son hilo conductor de todo su pontificado. La exhortación apostólica Evangelii Gaudium presenta la idea de una “Iglesia en salida”, que supere la autorreferencialidad. Que llegue a “las periferias existenciales”, mostrando la misericordia de Dios a “todos, todos, todos”. La homilía de comienzo de su pontificado gira en torno del cuidado de la creación, de la gente, de la familia, de los amigos. La ternura, dijo ese 19 de marzo de 2013, “no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor”. Contracultural en un momento en el que el discurso político asocia coraje con agresividad y ridiculiza la cordialidad.El periodista británico Austen Ivereigh, principal biógrafo y comentarista del papa, dijo en una conferencia en Buenos Aires que una nota característica de Francisco, en su opinión, era la valentía, la superación del temor. Habló con ocasión y sin ella de todos los temas en los que se sentía obligado a levantar la voz contra “la cultura del descarte”: todas las formas de pobreza y explotación, la guerra, la inmigración, la emergencia ambiental, y, con igual énfasis, el aborto o la eutanasia. Hablaba tanto contra la discriminación de los miembros de la comunidad LGTB, para disgusto de los conservadores, como contra la colonización de la ideología de género, para disgusto de los progresistas.Le escuché decir al obispo Gustavo Carrara en la presentación de un libro sobre Francisco, que Bergoglio solía regalar evangelios con la premisa: “leélo y vas a ver cómo te complica la vida” y propuso a continuación: “lean y escuchen al papa Francisco y van a ver cómo les complica la vida”. Su discurso quería ser performativo, al estilo del Evangelio, provocar un mayor compromiso hacia los demás. Hoy los políticos buscan ser auténticos valiéndose de la comunicación digital. Francisco era auténtico, decía lo que pensaba, tenía sus opiniones con las que se podía no acordar, se equivocaba y enmendaba (como hizo en el caso de las denuncias por abusos del clero en Chile).Algunos católicos conservadores se molestaban con sus dichos, por considerarlos ambiguos desde el punto de la pureza doctrinal o, más generalmente, por contrariar sus propias opiniones en materia opinable. Incurrieron en una lectura ideológica de Francisco, filtro desde el cual su discurso resulta incomprensible. En cualquier caso, si se hubiesen preguntado por qué esas palabras les incomodaban, tal vez pudieran haber fomentado un proceso de conversión personal del corazón. Creo que ese fue todo el propósito de su misericordiosa palabra.Profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral, Investigador del Conicet