Un nuevo actor político, más cercano al barrabrava y al patovica que al militante partidario, se ha incorporado al debate público con un discurso cada vez más desaforado y violento. Lo representa el Gordo Dan, exponente de un “ejército” paralelo y disciplinado que ha germinado alrededor del poder y que actúa como una especie de fuerza de choque en el mundo digital y del streaming.
Serían sujetos marginales, casi lúmpenes de la política, si no formaran parte de un núcleo privilegiado del poder, avalados por el propio Presidente y legitimados en su accionar por buena parte del Gobierno. Integran “las fuerzas del cielo” y se han definido a sí mismos como “el brazo armado” de La Libertad Avanza. Después aclararon, ante el estupor que provocó esa frase, que se referían a la defensa digital. Se ven como “soldados leales” a Milei e integrantes de una “guardia pretoriana” que custodia su liderazgo. En estos días exhibieron nuevos rasgos de su metodología: desde sus cuentas en X celebraron la muerte del expresidente uruguayo José Mujica (“uno menos”, posteó el Gordo Dan) y distribuyeron el video falso con el que se intentó manipular al electorado porteño en plena veda y a pocas horas de la votación.
Hay que tomarse el trabajo de mirar durante varias horas “la misa” que conduce Dan por un canal de streaming para advertir que detrás de una estética aparentemente jocosa y descontracturada se practica una nueva forma de violencia simbólica y prepotencia política que naturaliza códigos discriminatorios, insultos, amenazas, apologías del delito, llamados al odio e imputaciones infundadas. Es un estilo que hasta desentona con el lenguaje que manejan los más jóvenes en “la previa” del boliche. ¿Son expresiones encapsuladas o definen el discurso de un sector del oficialismo cada vez más influyente?
Los nuevos actores de la política parecen haber nacido como una reacción a la militancia sectaria y dogmática del kirchnerismo. Si antes se justificaba y se reivindicaba la violencia política de los 70, ahora se celebra la muerte y se le desea “el peor sufrimiento” (como lo hizo uno de los panelistas de “la misa” la semana pasada) a quien pueda estar emparentado con aquella época. A un fanatismo se le opone otro de signo contrario. Los dos parecen anclados en el pasado y teñidos de revanchismo. Los dos se ejercen con una mezcla se soberbia y prepotencia, con desprecio y avasallamiento del “enemigo”.
Los “gordos Dan” se asumen como “enojados” y “cargados de odio” [sic]. No creen en el debate sino en el sometimiento y en la humillación del otro a través de un discurso radicalizado y rabioso. Despliegan la dialéctica y la gestualidad del matón. Empuñan la brocha gorda con alevosía y sin matices: en su verborragia categórica, los demócratas norteamericanos “son comunistas”; Ricardo Darín “es kuka” y los moderados “son maricones y cobardes”. Convierten en una caricatura cualquier debate legítimo, al que desnaturalizan con definiciones chocantes: “La Organización Mundial de la Salud (OMS) es una ong [sic] manejada por quince mogólicos”. Se regodean en la etiqueta y la descalificación. No le tienen miedo al ridículo. Todo lo ven bajo el prisma de la megalomanía y la exageración: los propios son “los mejores de la historia de la humanidad”, y los otros, “unos seres despreciables que deberían desaparecer”. La desmesura es un sello de identidad.
Se autoperciben como “rebeldes”, pero rinden culto a la obediencia. Se subordinan al líder de manera acrítica e incondicional. La referencia misma a “la misa” remite al concepto de feligresía y de adhesión a un dogma. Se sienten más cómodos en el sermón que en la conversación. Es una cuestión de fe, más que de ideas. Encarnan una fase superior de la obsecuencia: la adoración “al Javo”.
Buscan presentarse como la contracara de la corrección política, que seguramente generó una mezcla de hartazgo y fastidio por sus propios excesos. Pero lo hacen de una manera tan alevosa y grotesca que avergüenzan aun a aquellos que podían renegar de esas imposturas pseudoprogresistas. No hay osadía ni innovación en su lenguaje: practican un estilo rústico, primitivo y tosco, articulado con una gestualidad violenta y discriminatoria, plagada de alusiones y de referencias explícitas al abuso sexual. Aunque utilizan nuevas herramientas tecnológicas, desde las redes hasta la inteligencia artificial, recurren a algo tan antiguo como la manipulación discursiva, las noticias falsas y la propaganda disfrazada de información. Hacen una lectura fragmentada de la coyuntura: cuando pasan revista a la actualidad, lo hacen sobre posteos de X (muichos de ellos provenientes de trolls), cortes de audio o pequeños retazos audiovisuales de Instagram o de TikTok.
No hay tampoco originalidad en este modelo de activismo militante. Están inspirados en los manuales del trumpismo y en algo todavía más amplio: un populismo de cuño ideológico exacerbado. La ensayista austríaca Natascha Strobl lo explica en un libro titulado La nueva derecha. Un análisis del conservadurismo radicalizado. Los líderes de esta corriente –escribe– “ya no tienen solo seguidores políticos, sino verdaderos fans, incluso superfans. Hay un vocabulario nuevo que les ha puesto un nombre: stans. Es una mezcla de acosador (stalker) y fan: un fan enloquecido que, básicamente, adora a una celebridad”. Strobl señala que “la cultura del stan se ha hecho tan virulenta en las redes sociales que estos términos coloquiales han llegado a los diccionarios de la lengua inglesa como el de Oxford y el de Cambridge”. Aplicado al ámbito de la política, “esto significa que mucha gente ya no se limita a votar a un partido o a un líder, sino que lo sigue incondicionalmente. Todo lo que hace la persona objeto de la adoración del fan es justo, todo lo que dice es cierto. Cualquier crítica u opinión discrepante es ilegítima”. Trump ya lo dijo de forma muy tajante en su campaña de 2016: “Podría pararme en medio de la Quinta Avenida y disparar a alguien, y no perdería un solo votante”.
Tal vez haya que leer otro párrafo de Strobl: “Quien tiene este tipo de seguidores se convierte en la única fuente fiable para ellos, incluso infalible. Todo lo que no encaja ahí es una noticia falsa. La realidad es sustituida por una realidad paralela. En ella, el líder está constantemente rodeado de peligros y traiciones. Depende de la ayuda de sus fieles seguidores. Solo así es posible que sea extremadamente poderoso (como presidente o jefe de gobierno) y esté amenazado al mismo tiempo. Es a la vez una víctima y un superhéroe. En sus propios canales de comunicación, siempre se habla de fuerzas oscuras que desean el mal del hombre fuerte en la cima”.
Los “gordos Dan” protagonizan esa “batalla” contra las “fuerzas oscuras”. Lo hacen sin escrúpulos, convencidos de que los justifica una causa superior. No dudan en distribuir videos falsos, en una era en la que la inteligencia artificial plantea un riesgo enorme de manipulación e instala preguntas que hasta hace cinco minutos hubieran pertenecido a un guion de ciencia ficción: ¿lo que dice mi voz lo digo yo?; ¿puedo creer en lo que veo?; ¿es posible que algo sea “real” pero “falso” al mismo tiempo? Tampoco vacilan a la hora de atacar a cualquiera con insultos, distorsiones, mentiras, bullying y ofensas teñidas de racismo, discriminación, misoginia y homofobia, con una virulencia que por lo menos roza la crueldad. Todo vale: desde “el carpetazo” hasta “el escrache”. Y la campaña sucia forma parte del juego, aunque transgreda la ley electoral de una manera grosera. “Es libertad de expresión”, justifica el Presidente.
Para entender el discurso de “la misa” del Gordo Dan hay que prestar atención hasta a los momentos en los que hacen una pausa publicitaria. Cuando le dan lugar al auspicio de un local gastronómico, no subrayan las fortalezas ni las cualidades del avisador. Dicen cosas como estas: “que los competidores se mueran”; “el que come en la competencia es gay”. Lo dicen entre risotadas, como si se intentara disfrazar de travesura los códigos de la violencia y la intolerancia. Pero detrás de esa pátina de marginalidad impostada se esconde un poder fáctico y una misión que les ha sido asignada por el oficialismo.
En “la misa” se sienta Juan Doe, el seudónimo que utiliza Juan Pablo Carreira. No es un simple influencer, sino que fue nombrado director de Comunicación Digital del Gobierno. El propio Dan no es un mero fundamentalista ubicado en la banquina del poder, sino una figura estelar del elenco oficialista. Es el nuevo Luis D’Elía, con el mismo odio, pero en dirección contraria. Un tuit suyo puede hacer volar a un funcionario por los aires. Ya ha ocurrido. El Presidente, en una estadía de seis horas en “la misa”, le reconoció una suerte de poder de veto: “¿A quiénes tenés anotados en el cuaderno? Después pasame la lista”. Tomarlo en serio será un pecado de “ñoños”, pero los hechos muestran que, detrás de la caricatura, el señalamiento con el dedo del Gordo Dan puede resultar fulminante.
Se observa, entonces, que muchos funcionarios buscan congraciarse y llevarse bien con “los gordos”. Genera algo de perplejidad y de pena ver que la obsecuencia también funciona de arriba hacia abajo: hay ministros que ya incorporaron la jerga de “la misa”. Patricia Bullrich es un ejemplo: “Giga triunfo”, tuiteó el domingo a la noche. Fue un guiño a Dan, que utiliza el adjetivo “giga” como sinónimo de “mega” o “enorme”.
Más allá de cumplir funciones como “policía del pensamiento” o “catadores de pureza ideológica”, los “gordos Dan” son una usina generadora de “ideas” para hostigar a “los enemigos”. Muchos de los apodos con los que el Presidente ataca a artistas, economistas, periodistas y hasta mandatarios extranjeros, fueron creados en ese mundo, donde se festejan a sí mismos una supuesta creatividad teñida de malicia.
La misión de “los gordos” responde, sin embargo, a una estrategia más de fondo: asfixiar la moderación, intoxicar el debate público y amedrentar a aquellas voces que sean críticas o disidentes. La falsificación y la mentira se utilizan, en ese marco, como armas arrojadizas. Una línea de la canción con la que se inicia “la misa” resume el ideario totalitario de esta facción: “para hablar hay que ganar”. Se trata de alimentar una atmósfera contaminada en la que los fanáticos y los exaltados tiendan a dominar la escena. De esa forma propicia una mayor polarización entre los extremos (“ellos o nosotros”) y un repliegue del centro. El récord de ausentismo en las elecciones porteñas tal vez ofrezca un indicio del éxito de esa estrategia.
Incipientes y todavía aisladas, las voces que reclaman “mayor institucionalidad” nos recuerdan, sin embargo, que no todo está perdido. Deberían ser más y más enérgicas. Resulta inexplicable, por ejemplo, el silencio de la Iglesia ante los reiterados llamados a “odiar lo suficiente”. Pero las que se escuchan son un mensaje contra la cultura del agravio y de la descalificación: la que ayer representaba Luis D’Elía y hoy encarna el Gordo Dan.
Un “ejército” paralelo y disciplinado germinó alrededor del poder y actúa como una especie de fuerza de choque digital